Introducción
Tlatelolco es un espacio de importancia simbólica, no solo para México, sino también para una época histórica que enmarca las luchas estudiantiles a lo largo de una parte del mundo durante la década de los sesenta. Además para la conciencia social del país, recuerda una lucha antigua por mantener lo propio, ya que Tlatelolco fue uno de los bastiones de las últimas batallas de la Conquista. Es así que se distingue por ser un eslabón del tejido histórico de México en sus luchas por la libertad. A pesar de ello, poco se sabe de la trascendencia de tales sucesos y solo se alcanza a distinguir lo que oficialmente se conmemora en algunas fechas, tales como el 2 de octubre o el 13 de agosto.
Parte del desinterés y desconocimiento de lo que ahí ha sucedido, se asocia a los olvidos selectivos, activos y pasivos que han enfrentado las generaciones de mexicanos, no solo desde la educación oficial, sino también desde el ámbito familiar-comunitario. La poca cercanía con las memorias prehispánicas, sus formas de aprendizaje, el estudio de las plantas, artes, economía, astronomía, danza y otras tantas manifestaciones que han sido veladas o supuestas como signos de atraso ante una aparente modernidad, se escuchan con desagrado. Pareciera que basta con memorizar las fechas en que se asesinaron a un par de sujetos, con conmemorar lo que ocurrió y ser espectadores de una puesta en escena previamente diseñada, ensayada y no profundizar en su implicación cultural y social.
Por lo anterior, el objetivo de esta reflexión propone contrastar, mediante un ejercicio argumentativo-conceptual, la concepción institucionalizada del monumento y su mecanismo de recuerdo-olvido activo, con la memoria decolonial, para explicarla como resultado de un vínculo significativo entre el sujeto y aquello que se evoca a través de la conmemoración. El interés se origina al cuestionar, cómo se contraponen los mecanismos recuerdo-olvido activo propios del objeto-monumento, con una memoria significativa resultado del vínculo experiencial entre el sujeto y aquello conmemorado. Para ello, se presentan algunas cavilaciones desde la transdisciplinariedad en relación con la historia-memoria, recuerdo-olvido y conmemoración-memoria decolonial.
1. La Plaza de las Tres Culturas como mecanismo de recuerdo y olvido
La Plaza de las Tres Culturas, al norte de la Ciudad de México, debe su nombre a la confluencia de etapas culturales expresadas a través de la arquitectura y legados históricos. Por un lado, la manifestación mesoamericana mediante la zona arqueológica, espacio para las labores de comercio en Tenochtitlan y Valle de México. Por otro, la cultura colonial visible a partir del recinto católico en honor a Santiago, donde se fundó el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. Finalmente, la cultura del México moderno evidenciada por edificios habitacionales, educativos y gubernamentales. Inaugurada el 21 de noviembre de 1964, esta plaza aspira a señalar la hibridación y mestizaje de una nación, a la par que manifiesta el interés por constituirse en mecanismo de memoria selectiva, encaminada a elementos monotemáticos en detrimento de la potencia cultural de las redes de memoria que incluyen otros elementos.
En los ecos de este lugar, se encuentran los últimos intentos de resistencia militar del pueblo tenochca. Las muertes de la población y de algunos dirigentes quedaron grabadas en paredes y pisos de la ciudadela. A diferencia de lo sucedido en el 68, los hechos de 1521 no tienen tal cercanía, apenas se escuchan como palabras lejanas que cuentan una historia sin efectos en el presente o que se miran con cierta añoranza. Si bien es cierto que la defensa de este espacio en la época prehispánica no necesariamente es lo primero que viene a la mente cuando se habla de Tlatelolco, no pasa de igual forma con el movimiento estudiantil del 68, ya que este es un episodio presente en la memoria actual, un recuerdo cercano que prevalece entre los mexicanos (Fournier y Martínez, s/a). El movimiento estudiantil supone un componente básico de lo que se denomina posmemoria, aquello que no late en el recuerdo vivido, sino que ha sido heredado, por las generaciones que lo vivieron, a quienes nacieron después o que no poseen un vínculo experiencial con ello.
El movimiento del 68 ha sido una huella latente a pesar de las medidas históricas para olvidarlo, hay un vínculo emotivo que significa aún, dado que laten otras demandas que apelan a la justicia social y que, en su momento han sido masacradas y tratadas de olvidar, tales como movimientos indígenas, campesinos, feministas, etc. Una prueba de esto se encuentra en la explanada del sitio, donde se observa un monumento en memoria de los fallecidos en la matanza del 2 de octubre. Aunque en la parte inferior están inscritos los nombres de las víctimas identificadas, esto no da cuenta del dolor, de la ausencia que provocó dicho acto en lo profundo de las familias y de la impotencia en la sociedad mexicana, pues como ahí mismo se lee, ni siquiera se conoce el nombre de la totalidad de fallecidos.
El movimiento del 68 no comienza en la tarde del 2 de octubre, pues tal como señalan Fournier y Martínez (s/a) este hecho fue antecedido por una década de represión gubernamental ante instituciones educativas y obreros, así como dentro de una política con miras al empobreciminto de la educación popular, la disolución de huelgas y detención de líderes de sindicatos progresistas. La violencia del Estado se recrudeció desde el 22 de julio, cuando policías y granaderos arremetieron en contra de estudiantes, a ello le siguieron distintas protestas, movilizaciones y marchas que desembocaron en la concentración del atardecer del 2 de octubre en Tlatelolco. Ahí, ante diez mil personas reunidas pacíficamente en la Plaza de las Tres Culturas, inició la llamada Operación Galeana y con el lanzamiento de bengalas se dio la señal para que franco-tiradores del Estado Mayor y otros grupos paramilitares dispararan en contra de los manifestantes (Fournier y Martínez, s/a y Di Matteo, 2018). Esa noche, la mañana siguiente y por décadas, el gobierno intentó limpiar y desaparecer los efectos de tal decisión.
La rememoración de tan lamentable suceso apunta a actualizar la lucha de aquellos que la emprendieron, así como la deuda de justicia por su asesinato y desaparición a través de un ejercicio de memoria materializado en actos como marchas y rituales de danza. De esa manera, la memoria y su actualización ritual, implican un acontecimiento, una acción social, pues se configura como una sutil reparación a la pérdida e incertidumbre que ocasionó, pues ante tales desapariciones los deudos se vieron impedidos de realizar las exequias correspondientes, en su lugar tuvieron que hacer frente a un duelo continuo, intermitente e interminable (Fournier y Martínez, s/a).
Por lo tanto, conmemorar la existencia de quien ya no está mediante el acontecer ritual, permite comenzar con la resiliencia, sin que mine la exigencia de justicia. Recuperar desde la conciencia social estos espacios es desvincularlos de su mera condición funcional dentro del paisaje urbano. Se erigen como centros de memoria, marcadores visibles de la violencia y represión del pasado. Desde la conmemoración se habla de objetivar la memoria vivida y profunda, tornarla a la postmemoria (Fournier y Martínez, s/a). Para tal situación es fundamental el papel del acto ritual o de protesta desde esos escenarios, pues a través de este, el vínculo con lo que ahí se gestó se mantiene vivo.
De esta forma se trata de enarbolar lo que en el pasado prehispánico (con la resistencia a la invasión) y en la represión del 68 se intentó expresar, la necesidad de que la libertad dictara lo que un pueblo es y requiere para constituir sus propias formas de reconocimiento. En ese sentido desde hace aproximadamente 14 años se conmemora dentro de La Plaza de las Tres Culturas la lucha de resistencia en 1521 y la protesta estudiantil de 1968, mediante una ceremonia ritual de danza, que se enmarca dentro de una actividad cultural denominada Jornadas por la dignidad de Kuautemok, llevada a cabo por la Fundación Cultural Camino Rojo, A.C. A través de la danza prehispánica, se recuerdan ambos actos de resistencia, participan diferentes grupos de la Ciudad y del Estado de México. Este acto es el punto de referencia para discutir cómo la memoria se vuelve resistencia, mediante un acontecer ritual.
2. Experiencia, Memoria y Significatividad
En el afán de considerar una propuesta distinta a nuestros quehaceres en el mundo, al modo de habitar los monumentos y vivir las conmemoraciones, es necesario cuestionarse los momentos y estados de las cosas que han desembocado hasta innumerables esfuerzos por llegar a ser parte de una modernidad, que más que una meta, ha sido la justificación de la colonialidad del poder (Donoso, 2014) donde se han padecido toda clase de atropellos y violencias. Contrario a esto, la perspectiva decolonial, caracterizada por el intento de reescribir la historia desde otra lógica, lenguaje y marco de pensamiento alternativo a la matriz cultural del poder, busca desarrollar un nuevo lenguaje que evidencie los complejos procesos del sistema que han llevado a la humanidad a un sinsentido, sin razón y pérdida de lo sensible.
Sin embargo, participar dentro de este giro epistémico, exige una tarea compleja, pues se intenta romper con la colonialidad desde tres dimensiones (Donoso, 2014), que tienen que ver con: el poder, como estructura global a partir de la idea de raza; el saber, que instituye la visión de mundo del dominador; y el ser, expresado en violencia física, conceptual y espiritual sobre minorías. El asunto que por siglos ha derivado de esto y requiere cuidado, se encuentra en que un elemento simbólico se traslade a una iconografía nacionalista de acuerdo con una política de memoria y de poder que establezca qué se debe recordar y qué no, incluso la manera en que debe hacerse (García, 2009).
Por esta y otras acciones de la matriz cultural de poder, es necesario considerar las memorias de las minorías y de grupos no hegemónicos, que García Álvarez (2009) define como escenarios de contramemoria y antimemoria que generan vínculos con víctimas y vencidos, olvidados por la memoria oficial. Desde esa mirada, se han estudiado lugares como el de esta reflexión, de manera incluyente y en combinación con lugares de memoria de la nación, así como de minorías.
El ejercicio de la decolonialidad, de acuerdo con Cuesta (1998), se abre paso frente a los olvidos selectivos y activos de la historia oficial, que se insertan habitualmente en una continuidad, que recuerda, celebra o conmemora determinados aspectos, pero que silencia, usurpa, arrebata y desposee otros. Esta oficialidad ha implicado que minorías étnicas sean privadas de su historia, por lo que han tenido que luchar por recuperarla, reapropiársela mediante la memoria colectiva, herencia y cultura. De esta manera, la historia implica un saber acumulativo con marcas de exhaustividad, rigor y control, mientras que la memoria refiere a la recuperación de hechos pasados por contemporáneos y descendientes, de lo vivo, de memorias del tiempo presente o para el presente.
En ese sentido, la memoria sustenta la identificación individual y social, en su acción se toma conciencia y también se crean nuevas maneras de compartamiento ante el contexto. En palabras de Góngora (2017), la memoria colectiva se deriva de mitos, desde ellos se tiene acceso a los orígenes y se lucha contra su deterioro. Dado que es un factor cultural, cada grupo humano lo conserva e innova, de tal forma que el pasado se actualiza selectivamente para abordar el presente y buscar nuevas posibilidades en el futuro, exige la acción de la imaginación colectiva para enriquecer las posibilidades simbólicas del mito, mediante esa posibilidad el pasado se manifestará como memoria.
El binomio recuerdo-olvido, propio de la memoria, no es más que distintas formas del pasado (conscientes o inconscientes) compartidas por un conjunto de individuos. A través de esta pareja, y a decir de Maurice Halbwachs, la memoria social se distingue de la individual, en tanto que se complementan (citado en Szurmuk y McKee, 2009). Sin embargo, esto no implica que el término quede exento de otras carencias o señalamientos propios de la modernidad, como: el delirio conmemorativo y la preocupación compulsiva por el pasado.
Vale la pena señalar que otros autores, como Hutner (citado en Cuesta, 1998) establecen tipologías en torno a la memoria. Se habla de memorias intimistas afectivas, intimistas ritualistas, estatutarias, socioeconómicas, comunitarias, societarias, históricas, pero también plurales y diversas. Ante estas denominaciones, la memoria se plantea como una acción socio política y cultural construida simbólicamente y de carácter hermenéutico. Como se ha dicho, es resultado de un proceso colectivo, de interpretación del pasado con efectos en relaciones e identidades sociales y como resultado de su dimensión discursiva y performativa.
Al respecto, Piper, Fernández e Íñiguez (2013) y Szurmuk y McKee (2009) señalan que la memoria implica una acción discursiva del presente que construye relatos sobre el pasado, por tanto, funciona como nexo entre estos. Bajo tal propuesta, se deja ver cómo la memoria hegemónica convierte el sufrimiento en un elemento legitimador, en el capital privilegiado de la memoria transmisible y su proceso de recuerdo determina la cohesión social, pues da paso a interacciones y las actualiza. A pesar de ello, la memoria social, distinta a la individual, expresa límites dados por la desagregación voluntaria o involuntaria de grupos, por lo que la memoria histórica nace cuando la memoria social se apaga (Lifschitz y Arenas, 2012)
La memoria histórica se manifiesta en la memoria política con una fuerte carga de institucionalización, a través de ella el Estado crea patrimonios culturales en los que se nota una vida simbólica que privilegia la cohesión social y el consenso mediante el ejercicio de un tipo de memoria hegemónica, legitimada y heredada de los estados coloniales (Lifschitz y Arenas, 2012). Es desde esas memorias políticas que se instaura cierta clasificación temporal, que indica que algo ya pasó y que a su vez se convierte en una estrategia política para neutralizar el carácter conflictivo de la memoria política.
Desde estas funciones y características, la memoria institucionalizada se encamina a la memoria nacional y se ocupa de que el gobierno sea una máquina de memoria o de olvido institucionalizado (Cuesta, 1998). Para esto, la acción del lugar de memoria se vuelve indispensable, pues posibilita el tránsito de una memoria colectiva en torno a un pasado deseable y recuperable, a una identidad individual coherente, donde se identifican elementos simbólicos y unidades significativas de orden material o ideal, gracias a que se transforman elementos simbólicos del patrimonio de una comunidad en espacios de enunciación (García, 2009, Pierre Nora 1984 y Piper, Fernández e Íñiguez, 2013).
Desde estos lugares de memoria, Pierre Nora (1984) asegura que, en primera instancia, se generan y acrecientan nacionalismos mediante figuras políticas y legales, que se asocian a la identidad nacional desde arquetipos, o incide en ellos una dimensión de protección y valor legalizados (García, 2009). En segundo lugar, se crean procesos de monumentalización, que dejan fuera ciertas expresiones colectivas. (Lifschitz y Arenas, 2012) De ahí que la institucionalización de la memoria promueva simultáneamente el olvido activo, una suerte de desterritorialización, que desde la postura de Raúl Prada (citado en Szurmuk y McKee, 2009) implica la pérdida de la memoria territorial, es decir, colectiva, a diferencia de la memoria territorializada que es compartida por una colectividad, mediante sus tradiciones.
Como contraparte a estos nacionalismos, monumentalizaciones y memorias institucionalizadas, las memorias subalternas se expresan como puntos de fuga o convergencia para lo diverso, plural e incluyente. De acuerdo con Pollak (citado en Lifschitz y Arenas, 2012) las memorias de subalternos y excluidos se expresan opuestas a la memoria oficial y nacional para mostrar el carácter conflictivo y desestabilizador de la memoria como oposición a la uniformidad y cohesión de la memoria nacional. Por ello se aprecian como prohibidas, clandestinas y provocadoras de irrupción de resentimientos acumulados por una memoria de dominación, así como de sufrimientos en espera del momento para expresarse. Asimismo, las memorias subterráneas presentan un proceso similar, pues privilegian la historia oral de sujetos excluidos, marginados, así como de minorías.
A partir de lo anterior es posible notar la presencia del silencio en medio de la expresión de todas estas memorias. Lo no dicho, propio de la segmentación y discriminación de la memoria institucionalizada, formal o de Estado, no se relacionaba con el olvido, sino que se pronunciaba como un proceso de gestión del silencio. Es decir, en lugar de considerarse como un elemento contrario a la expresión y consecuente pluralidad de memorias, resulta ser un articulador esencial para que una memoria individual no se filtre en la obediencia de la memoria que gira en favor de una coherencia perfecta entre discursos para generar credibilidad y coherencia (Pollak, 1989). La función del silencio, como zona de sombra o de aquello no dicho irrumpe con la difusión de memorias nacionales, se debe procurar que los olvidos definitivos y represiones inconscientes no sean una constante, pues estos pueden proliferar dada la angustia de no encontrar un escucha, caer en malentendidos o ser castigado por lo que se dice.
De lo anterior se llega al olvido, resultado, según Marc Augé (1998) de la muerte o pérdida del recuerdo, este se manifiesta en tres figuras, que son: retorno, recupera un pasado y olvida el presente; suspenso, recupera un presente y olvida el futuro; y re-comienzo, recupera el futuro y olvida el pasado. Adicional a esto, sus niveles van del olvido profundo, a la memoria como inscripción, retención o conservación del recuerdo, el olvido de lo inmemorial y otro superficial o manifiesto (Ricoeur, 1999). La memoria permite evocar o rememorar, y con ello aparecer, desaparecer y reaparecer algunas manifestaciones del pasado. De ahí que, según Ricoeur, el olvido como conciencia reflexiva, sea reprimido, pasivo, activo, evasivo o selectivo.
Por su parte, el olvido activo se traducirá en la instauración de museos y rememoraciones para restaurar las versiones oficiales; en contraposición, el olvido pasivo resultará de la difuminación natural del mismo, por el propio desconocimiento mantenido en la sociedad. Desde el olvido se piensa al recuerdo como aquella existencia que es moldeada por el olvido, producto de la memoria, impresión confusa y singular, aquello inscrito desde las huellas, como signos de ausencia (Augé, 1998). Derivado de lo anterior, en la propuesta de Piper, Fernández e Íñiguez (2013) el recuerdo tiene una dimensión política dada su condición performativa, que indica la necesidad de guardar la memoria y practicar el recuerdo, practicar el ritual.
En aras de conseguir y transitar ese recuerdo a través de rituales, las huellas serán un elemento fundamental, pues con ellas se construye la conmemoración. Para los lugares de la memoria, no es que se investigue el acontecimiento, sino su construcción en el tiempo, no sus determinantes, sino sus efectos, por tanto, la manera en que se transmite una tradición orienta a preguntarse cómo llegó a ser lo que ahora es. En este proceso, la huella del pasado (Ricoeur, 1999) permite que la memoria aluda a lo que ha sido y gracias a ello se restituye lo que ha tenido lugar.
Desde esta propuesta, el monumento trata de encontrar apoyo en la función de la huella, sin embargo, como signo del pasado rememora de manera intencional, otorga determinado valor a algo de acuerdo con un momento histórico preciso o busca la trascendencia de un pasado antiguo. Sin embargo, su condición de signo institucionalizado lo limita. En contraparte, los artefactos de memoria son objetos construidos por individuos que actúan como marcas simbólicas y espaciales, por ello son expresión de memorias subterráneas, muchas de las veces en silencio (Lifschitz y Arenas, 2012). Se acude a ellos por la dificultad de hablar de un pasado difícil de narrar, de tal manera que el artefacto, como el silencio, protegen a los sobrevivientes de la culpa y la angustia, sin encubrir o volverse una memoria fetiche (Ohanian, s/f), sino que posibilitan la inscripción de acontecimientos trágicos en una memoria colectiva.
Por esto se plantea la idea de contramonumentos, pues a decir de Traverso (citado en Hite, 2013) el arte de la memoria no está en el museo, sino en la calle, ahí se redemocratiza y articula la política y la memoria. Es desde la expresión y necesidad evidenciada de la comunidad, que se trasciende una mera política pública y se atiende desde y para los terceros excluidos. Con esto, la memoria se entiende como performance con fuerza ilocutiva (disposición) ligada a un conjunto de acciones rituales reiteradas que cuestionen identidades impuestas por medio del ocultamiento de las relaciones de poder, que dictan qué, cómo recordar y además qué sentido darle a esa memoria (Piper, Fernández e Íñiguez, 2013).
Bajo este tipo de resistencia y alteridad se propone, como sugiere Mignolo (2019) una reconstitución epistémica/estética de las esferas del conocer y del sentir a través del acrecentamiento de pensamientos fronterizos decoloniales. Es decir, otras maneras de acercarse a los saberes y formas de sentir desde una mirada decolonial, ya que toda memoria se encuentra en procesos de significación más amplios que implican símbolos e imaginarios circulantes, dinámicos y cambiantes (Piper, Fernández e Íñiguez, 2013). Es justo en esta dimensión donde la acción performativa de la memoria encuentra énfasis dada su expresión en conmemoraciones, lugares de memoria y políticas del recuerdo. Se tratará entonces de generar sentidos a partir de elementos catalizadores que articulen recuerdos asociados al pasado, pero que generen emociones significativas en el presente.
3. Vínculo experiencial con los espacios históricos a través de la conmemoración
La ciudad de México abunda en espacios históricos, cada calle posee una memoria o recuerdo en tanto que proviene de diferentes épocas, la ciudad misma revela en su composición multitemporal la hibridación y mestizaje que los mexicanos asumen, aun cuando no de manera consciente. México es un país de imbricadas mezclas culturales y ello está plasmado en la edificación de muchas de sus ciudades, la Plaza de la Tres Culturas es una muestra de ello. Al caminar por ahí, interpelan no solo las épocas evidenciadas en la arquitectura, sino los acontecimientos de que se tiene memoria. Tlatelolco fue el último bastión de la antigua Tenochtitlan, también el escenario del primer colegio de esta tierra y en un sentido semejante el símbolo de la lucha por los ideales de una generación que desafortunadamente devino en profunda herida que aún sangra cada vez que se nombra el 2 de octubre.
Con todo eso que subyace, Tlatelolco se habita, no sólo por los residentes de la zona, sino por aquellos que en la memoria asumen alguna de las facetas mencionadas. Se habita en el modo en el que se es, como mexicanos somos esa resistencia indígena, esa herida sangrante que nutre la tierra en la espera de frutos y que las luchas históricas permitan ser. Hay dentro de la Plaza de las Tres Culturas, tres ejemplos de edificación distinta que se pueden definir, si se sigue la idea de Heidegger (2002) respecto a lo que somos, ya que construir significa originariamente habitar, por tanto, ser, el mexicano es indígena, religioso y moderno, al menos intenta serlo. Para ello, se edifica la modernidad a costa de la herencia indígena actual e histórica, se establecen mecanismos de olvido para aquello que supone un obstáculo al ansia del desarrollo y progreso. Se edifica la modernidad sobre lo que originariamente fuimos, y con ello, una parte de lo que somos cae en el olvido, ello se revela también en esa plaza histórica.
Tal cúmulo de construcciones históricas define momentos temporales, por tanto, articula partes sustanciales de la cultura, sin embargo, cada uno de los edificios representativos de la plaza, en tanto artefactos culturales, constituyen a decir de Arias y Restrepo (2010), un enlace contingente asociado a regímenes de verdad que establecen, tanto lo que es cultural, como lo que no, cada edificación como monumento, remite a un constructo de verdad. Es en su coincidir dentro del espacio en el ocultamiento de unos a otros, su superposición, que se impone una versión de la verdad, cada uno como resultado de un devenir histórico-cultural es edificado oficialmente como parámetro de recuerdo/olvido de ciertos actos. Sin embargo, es necesario que los artefactos culturales permitan, un proceso social de significación que genere su propia meta-cultura (Briones, 2005), su régimen de verdad acerca de lo que es cultura y no lo es (Arias y Restrepo, 2010), de lo que debe recordarse y lo que no. Entonces, con la instauración del espacio simbólico-ritual de la danza en Tlatelolco se reconstruye una parte, al menos, de aquello negado.
Los espacios históricos como Tlatelolco guardan entre sus paredes secuencias de memoria que, de vez en vez, surgen para enfatizar cómo el paso del tiempo ha constituido lo que la actualidad inscribe sobre quienes la habitan. De tal forma que sus sentidos están en las prácticas sociales contextualizadas en la memoria histórica de los imaginarios colectivos (Szurmuk y McKee, 2009), que, al suceder dentro de estos espacios de la historia, permiten entretejer narrativas individuales con sucesos de índole universal.
Constituido de esa forma, el espacio histórico emerge en el tiempo porque se construye para edificar identidades, permite constituir hábitos y prácticas recurrentes que devienen en rituales de orden simbólico y como tal se transforman, como señala Góngora (2017), en mediadores de pertenencia, reconocimiento, compromiso y legitimación social. El acto ritual consigue, con su repetición, instaurar huellas del tiempo, que definen a quienes las siguen y perpetúan. Sin embargo, estas ritualidades son también cooptadas por entidades abstractas para inocular otras formas de reconocimiento desde las que se instaura el olvido conveniente, ya que es desde el disimulo de la historia que construyen nacionalismos totalizantes acordes con los modos de vida dominantes y colonializadores.
En Tlatelolco se edifican múltiples marcas de memoria que se resisten a la nacionalización y colonialismo imperantes, no sólo por la herencia prehispánica que detenta el espíritu de la resistencia ante la imposición de una identidad ajena, sino porque en la época moderna reciente, desde ese mismo suelo que sustenta su nombre (Tlatelolco quiere decir arenal, donde hay un montículo), se nutrió el espíritu de la revuelta juvenil que demandaba la emergencia de su propia identidad, sustentada en la memoria de lo que implica ser joven estudiante universitario. Tal reclamo empero fue acallado y solo quedó la huella, voces silentes que susurran su protesta cada vez que el sol baña los corredores edificados en ese espacio.
Esta idea de lugar-monumento aleja a las personas, en tanto que se convierte en una entidad de culto oficial, al que interesa el acto más que el suceso al que remite. Así, el ritual simbólico involucra personas y cuestiona la matriz colonial del poder (Mignolo, 2019) enmarcada en la plaza al cuestionar lo que es y cómo llegó a ser eso. Dicho de otra forma, esta plaza llegó a ser un escenario de lucha por la libertad, dada la sangre derramada durante esos acontecimientos, al ritualizar desde el hacer común de los ciudadanos como acto de resiliencia, esa lucha adquiere memoria viva.
De vez en cuando en la plancha central de Tlatelolco suceden congregaciones que en su hacer rememoran esas huellas del tiempo con el fin de recuperar dimensiones de la memoria antigua y cercana, de lo juvenil, lo prehispánico, de la resistencia y la emergencia, de lo que se aspira a ser. Entonces sombras y susurros guardados entre cada baldosa suenan y danzan con tambores, plumas y con el humo del kopali. En esos momentos la sociedad recupera el espacio público y hace de la memoria un acto vivo, adquiere sentido la edificación del lugar histórico. En él se vuelve a habitar y se reproducen prácticas que desde su condición de huella permiten edificar lo humano. Así, el recuerdo construye la memoria que edifica la identidad y, como asume Heidegger (2002), el rasgo fundamental del habitar se recupera por orden del ritual que acontece. Es decir, con el ritual se vela por, se custodia, se evocan resistencias, se cuida y se tiene a buen recaudo el ímpetu de la libertad que Tlatelolco defendió desde tiempos antiguos.
Es en la ritualización de ese espacio durante los momentos en que se danza ahí, que se constituye lo propio de lo edificado (Heidegger, 2002). Es en ese momento que el espacio público se habita y permite la instauración de un hogar, de un lugar de reconocimiento a través del cual se resiste y reclama la pertenencia social del espacio histórico. Es en ese momento que se vuelve símbolo y como tal posibilidad de sanación de la memoria. No se trata, como plantea Mignolo (2019), de no teorizar la sanación, sino de que esta acontezca por efecto del ritual y su instauración de lo propio de ese espacio. Al acontecer el ritual sucede una vez más el momento originario que significó la instauración del monumento: la lucha por la libertad.
La ritualización de los espacios históricos desde la iniciativa social busca restituir los elementos que sistemáticamente han sido invisibilizados por la instauración del monumento. En ese sentido, el acto de protesta y de recuerdo incentivado por grupos representantes de minorías, como la danza, o subalternos como los jóvenes, pretende re-escribir la memoria, alejar la celebración del exceso de positividad (Han 2017), de la normalización de una memoria homogénea que en realidad celebra el olvido y la homogeneización de una colectividad dominante de herencia unívoca. Al producirse un ritual como acontecimiento, este refiere, a decir de Mangieri (2017), no a una salvación esperada, sino a un encuentro con lo imposible, un encuentro con la propia lucha de 1521 y de 1968. Altercado que no finalizó, sino que se halla en espera de consumación y que solo mediante su actualización ritual puede ver otro acontecer, un desvío temporal que le plantea a los involucrados un principio de responsabilidad (Mangieri, 2017) en relación con su presente actuar.
Consideraciones finales
La memoria que emerge de la colectividad busca oponer el ritual con el monumento. Ya que mientras el primero dinamiza el proceso de resiliencia y activa la resignificación del acontecer que retrotrae a la memoria el acto conmemorado, el monumento eterniza y estereotipa una visión unidimensional, pues privilegia ciertos aspectos que deben ser recordados de forma estática. La instauración de espacios públicos de conmemoración, tales como plazas públicas, placas inscritas, el nombramiento de calles desde la biografía de personajes históricos, así como la realización de eventos cívicos esporádicos que intentan recordar ciertos pasajes, en realidad privilegian el olvido selectivo, no son actos de memoria ni en memoria de, ya que pueden ser manipulados (Góngora, 2017). Cuando ello sucede, se crean mecanismos para instaurar núcleos de reconocimiento que apuntan a rasgos preferidos que se vuelven a-históricos, se convierten en una memoria archivística (Nora citado en Szurmuk y McKee, 2009) al discursivizarse mediante los protocolos cívicos que sólo promueven el hecho a manera de efeméride.
Cuando el acto de memoria parte de la necesidad y significatividad, no de la efeméride, sino de la pertenencia, sucede entonces un ritual a la manera de aquellos realizados para conmemorar a los antepasados. Consigue fundar tanto en los espacios, como en las inscripciones, un lugar de origen en el que no hay un rasgo en particular a destacar, sino que la recuperación de esas memorias implica un habitar en conjunto. Es decir, compartir memorias, actualizarlas y entrar en un espacio íntimo, donde memoria y recuerdo, implican mantener la cercanía con tal origen. Ese acto de intimidad acontece, pues se ubica al borde de lo habitual y eso le permite legitimar su valía como memoria ya que, a decir de Mangieri (2017), el acontecimiento está basado en la interacción íntima, y desde ahí le es posible valorar aquello que se debe conservar y repetir.
Cuando el espacio público se recupera, por ejemplo, para manifestar el asesinato estudiantil del 68 en Tlatelolco, se hace no para establecer una característica específica del suceso, sino para que la falta, la pérdida que se siente por esos crímenes, sea fructífera. Es así como la memoria convoca para que ese suceso se vuelva intemporal y la lucha que enarboló continúe hasta consumarse. De tal manera que hacer memoria, si proviene de la condición social, es actuar, tomar parte, hacer memoria, es tejer sociedad, es vivir en comunidad.
Por tanto, la memoria es una forma de hacer sentido en tanto justifica el hacer presente y desde ahí se mira como estructura que subyace y soporta al presente siempre en construcción. La memoria no es una entidad encallada en sí misma que refiere siempre a lo mismo, no es un archivo que guarda el pasado, sino el resultado de la innovación y la creatividad en el presente por parte de la sociedad que lo hereda (Góngora, 2017). La memoria es fundamento de lo que cada uno es ahora, establece la certeza de la permanencia en el tiempo, en ese sentido, somos en tanto recordamos qué hemos sido, para poder seguir siendo.
El hecho vivido o visitado a través de la memoria implica alejarse del suceso y hacer suceder un acontecimiento, como don y hospitalidad, como un tipo de ‘encuentro’ que solamente adquiere eficacia semiótica en lo cotidiano (Mangieri, 2017). Ahí la memoria opera desde la vivencia, el monumento en tanto suceso, trabaja desde el olvido; la memoria, como narración, acontece y vive porque se cuenta, en cambio, el monumento solo está inscrito, es inerte, a él no se recurre, solo se le mira. La memoria puede vivir sin monumento, el monumento es imposible sin la memoria.
El espacio oficial de memoria histórica extirpa la memoria del seno social, pero Tlatelolco cuando danza o protesta es memoria viva, no monumento, porque ahí tiene lugar un proceso discursivo en constante reformulación y actualización (Szurmuk y McKee, 2009). Recuperar mediante los rituales de danza o protesta, espacios como Tlatelolco, permiten no sólo reconectar temporalidades fundantes de la identidad de un pueblo, sobre todo potencian la aparición de una consciencia social múltiple, puesto que esas representaciones rituales son cercanas a lo que Marianne Hirsch define como posmemoria, forma en la que media, no el recuerdo, sino, una inversión emotiva-creativa (Szurmuk y McKee, 2009), una creación que incentiva procesos de resiliencia y resistencia ante la oficialización del olvido del acontecer histórico de protesta y lucha social.
Si Tlatelolco en su manifestación histórica es un espacio de lucha por la libertad y la autonomía, ritualizarlo a través de la danza o la protesta es asistirlo, asistir la tierra reunida (bajo la idea de que Tlatelolco significa arenal, montículo de tierra). Ello es lo propio del habitar, es decir, si mediante la protesta o la ritualización se enarbola el espíritu de libertad que Tlatelolco enuncia históricamente, entonces la danza y la protesta lo habitan. Desde esa comprensión es posible decir que los mortales habitan la tierra.
Según Heidegger (2002), en la medida en que se asiste a la tierra, se franquea la entrada a su propia esencia. De esta manera, mediante la danza o ritualización se vuelca Tlatelolco al recuerdo no sólo de su pasado indígena, sino al propio, a la vez que con la protesta se rememora la lucha por la libertad del pensar, no solo de los jóvenes del pasado, sino de hoy. Mediante el actuar ritual, se hace y se piensa mientras se hace, (Mignolo, 2019), procesos que implican un ejercicio de decolonialidad. Por tanto, Tlatelolco se constituye como una frontera entre espacios y tiempos distintos, diacrónicos, que se sincronizan cuando los sujetos lo vuelven habitable, cuando se reconoce que las fronteras no son aquello en lo que termina algo, sino, como señala Heidegger (2002), aquello a partir de donde algo comienza a ser lo que es. Tlatelolco es símbolo de la resistencia y de la libertad.
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Maestra en Comunicación y Estudios de la Cultura por el Instituto de Investigación en Comunicación y Cultural, ICONOS. Ha publicado diversos textos en torno a la cosmovisión actual de jóvenes pertenecientes a pueblos originarios, interculturalidad, identidad y vinculación comunitaria. Desde 2006 labora como Profesora-Investigadora en la Universidad Intercultural del Estado de México, donde desarrolla actividades de difusión cultural y vinculación comunitaria con instituciones públicas, privadas y pueblos originarios del país. Desde el año 2009 es coordinadora del grupo de danza Kalpuli Tlatlauxiukoatl y miembro activo en la Fundación Cultural Camino Rojo, A. C.
Maestro en Comunicación y Estudios de la Cultura por el Instituto de Investigación en Comunicación y Cultural, ICONOS y Licenciado en Comunicación por la Universidad Autónoma del Estado de México. Profesor-Investigador en el área de Comunicación Intercultural, en la Universidad Intercultural del Estado de México. Ha desarrollado diferentes textos desde perspectivas relacionadas con la comunicación, interculturalidad y semiótica. Asimismo, es coordinador del grupo de danza Kalpuli Tlatlauxiukoatl de la UIEM.